Versalles y París como construcciones imaginarias en la obra de Rubén Darío
El Versalles de las fiestas galantes y París se constituyeron en el escenario donde Darío proyecta un espacio y un tiempo soñados. El poeta que vivía como hostiles el lugar y la época en que nació, fundó su propio lugar y su propia época. Allí ubicó la belleza, la sensibilidad, el intelecto, la creatividad. Allí los sentidos se exacerbaron heridos por el lujo, la ornamentación exótica, la despreocupación, el pensamiento, los amores.
Aunque París y Versalles sean lugares que podamos ubicar geográficamente, aunque el siglo XVIII francés sea una época que podemos rastrear en los libros de historia, no es allí donde encontraremos la ciudad y el palacio de Darío. Tampoco agregándole el tiempo en que vivió el poeta y que le proporcionó el punto de vista de su poesía. Porque su refugio está hecho de cultura, de la nueva acentuación de viejos códigos. Fue haciéndose con el redimensionamiento de lo que el poeta nicaragüense consideró lo más selecto de cada época y lugar del que tuvo noticia. Se hizo con lecturas, de los románticos, de los parnasianos, de los simbolistas, de los clásicos; leyendo revistas científicas, de mitologías, diccionarios, la biblia; observando pinturas, escuchando música, «absorbiendo» arte. Ocurre que este centroamericano, un hombre con sangre india, que «aún reza a Jesucristo y aún habla en español»[1], vivenció intensamente su entorno hasta no soportarlo y cuando la patria le quedó chica necesitó abrir caminos hacia una patria inventada, en la que hizo reinar una aristocracia, del intelecto, de la sensibilidad, acaso de la sensualidad.
El escritor modernista José Enrique Rodó considera -en el análisis crítico que hace de Prosas profanas– que «indudablemente, Darío no es el poeta de América»[2]. Cabe preguntarse en base a qué adscribimos al poeta a tal o cual sitio, si es por la imagen poética que construye para sí, si por los temas o la forma o, tal vez, por el lugar en que el sujeto histórico fue formado y que condiciona su creación poética.
¿Podía Darío escribir como escribió si hubiera nacido en Francia, por ejemplo? Creo que no, que lo que ocurre, en realidad, es que no estamos en presencia de meras casualidades sino de causalidades, de manera que cada vivencia -Y sus primeros veinte años los vivió en América- fue insustituible para que el poeta fundara mediante la palabra, desde América, su París y su Versalles, para que construyera el yo lírico rubendariano.
La tendencia hacia lo versallesco se verifica, sobre todo, en las primeras obras de Darío. Rastreando en dos cuentos -«La ninfa» y «El pájaro azul»[3] y en dos poemas -«Era un aire suave» y «Divagación»-[4] intentaré mostrar cómo Rubén Darío va construyendo una imagen de un palacio -Versalles- como una concentración del lujo y la sensualidad y una imagen de ciudad -París- como la capital del arte y del gozo.
En lo que hace a la historia, el palacio de Versalles fue mandado a construir por Luis XIV, el Rey-Sol, en el año 1682, en Versalles, capital del departamento de Sena y Oise. Los arquitectos Le Vau y Mansart fueron los responsables de dirigir las obras. Tiene una longitud de 400 m y está rodeado por jardines que fueron diseñados por André Le Nôtre, salpicados de esculturas y fuentes. El salón de Hércules, la galería de los Espejos, la sala de la Ópera, etc., son algunos de sus famosos salones. Es el reinado de Luis XV (1715-1774), sobre todo, el que fija en el imaginario popular la asociación de Versalles con el derroche, el esplendor, el lujo, desplegados en fiestas fastuosas. Quienes reinaban y manejaban los hilos del poder eran, en realidad, sus favoritas. La más célebre fue una burguesa, Madame Poisson, a la que el rey ennobleció con el título de marquesa de Pompadour y quien hegemonizó la vida de corte por más de veinte años.
París en el siglo XVIII era una ciudad sucia, con callejuelas estrechas, la mayoría sin empedrar, aunque ya era el centro de atracción de Europa: los nobles de otros países trataban de estar a tono con París y de copiar sus costumbres. Los jardines geométricos, las pelucas blancas, los bailes, las fiestas, se encuentran no sólo en Versalles sino también en Sans-Souci, Schönbrunn y San Ildefonso.
La situación del artista empieza a cambiar en esta época, ya no es la corte la que dicta la moda o la que encumbra o hunde famas. Paralelamente a la corte donde sólo se admitían nobles, los artistas se reunían en los cafés, por ejemplo el Procope, y en los salones de, por ejemplo, madame de Lambert, madame de Tenein, madame du Deffant o madame Geoffrin. Estas señoras «recibían» por lo menos dos veces a la semana, uno de los días dedicados a los nobles y otro a los artistas y filósofos.
Los salones eran centros dinamizadores de ideas en el siglo XVIII. Se leían obras, se discutía, se conocían financistas que apadrinaban o adquirían arte, o que requerían de los servicios de preceptores, pintores o arquitectos, y también de comediantes, músicos o poetas que entretenían a la concurrencia.
En el siglo siguiente el salón fue reemplazado por el café, se produce el paso del lugar de reunión privado al lugar público y también la contraposición entre el hogar y el ámbito del trabajo.
La técnica se pone al servicio de las comunicaciones y del transporte. La ciudad de París cambia su fisonomía bajo el impulso que le dio el barón de Haussmann en 1859, cuando inmensos sectores fueron demolidos y reemplazados por construcciones más modernas. Con ello no sólo se modernizó la ciudad, sino que la gente perdió sus referencias inmediatas. De la noche a la mañana se encontró con otra ciudad con la que no tuvo tiempo de desarrollar vínculos de pertenencia.
También cambia la situación del escritor. A fines del siglo XVIII la burguesía tiene el poder y como clase utilitaria que es, no acepta la literatura como una creación desinteresada, que no persigue el lucro, sino como un servicio que debe ser remunerado. Los autores deben especializarse y tener en cuenta la demanda a la hora de escribir.
Latinoamérica se moderniza más tarde, por lo que más tarde se vive también la modernidad. A fines del siglo hace su aparición la ciudad moderna con su sentido de desarraigo, de fugacidad del tiempo, de evanescencia de las cosas, con la angustia y la euforia del cambio. Así como Haussman, en el París de 1850, derribó una ciudad y levantó otra, en la América Latina finisecular, desaparecieron aldeas y aparecieron, en el mismo lugar, ciudades. La inserción de América Latina en el mercado capitalista mundial permitió un comienzo de industrialización y la complejización del comercio. El consiguiente dinamismo económico de las ciudades, el avance de las comunicaciones, la introducción del ferrocarril y los proyectos políticos de la clase dirigente -valga como ejemplo la denominada «generación del 80»- abrieron las puertas a la inmigración europea, lo que permitió que ciudades como Buenos Aires se convirtieran en crisol de usos, costumbres, lenguas e ideas diversas. Crecieron, sobre todo, las ciudades puerto, porque desde allí salían las materias primas de nuestro suelo e ingresaban luego, mucho más caras, como productos manufacturados.
El brillo ciudadano atraía a la gente. A fines de siglo, las tiendas, los cafés, los edificios, las comodidades, el aumento de las fuentes de trabajo, los servicios públicos, la misma multitud, eran agentes provocadores de la inmigración externa e interna. Es el tiempo en que surge el proletariado urbano y la clase media empieza a delinearse, organizando los partidos políticos que las representaban y que son muestra de las luchas desarrolladas en el seno de la sociedad por la ocupación de un espacio de poder.
La confianza en el progreso humano, la fe en las posibilidades transformadoras de la educación, en el desarrollo de las ciencias traen aparejadas la secularización de la sociedad. Las relaciones sociales ya no las organiza la Iglesia, sino la ley. La palabra escrita adquiere un valor nuevo, profundiza su prestigio y diversifica sus funciones. La ampliación de la base letrada, sobre todo en las ciudades, abre un incipiente mercado a la literatura que, por lo tanto, adquiere un valor de intercambio.
El artista debe reposicionarse en esta sociedad nueva que sujeta la creación a los vaivenes del mercado y negociar. Como un «flâneur» -esta vez recorriendo países y continentes- emigra a ciudades que mantienen un contacto más fluído con las metrópolis, a las que se acerca dando un rodeo: tal el caso de Darío al radicarse en Valparaíso, en Buenos Aires, en París.
Rubén Darío no se restringió a un tiempo, a un espacio o a alguna manifestación del arte. Buscó lo mejor de cada cosa y lo reacentuó, dialogó con el arte y redimensionó el arte, fundando sus propias influencias.
El cuento «La ninfa» (Azul…) muestra un ambiente cerrado al mundo, un castillo, en el que Darío concentra los elementos que conforman el ambiente parisiense ideal. Se trata de un castillo, una residencia de nobles, cuya particularidad es que no se ubica en un lugar identificable, sino que aparece fuera del mundo, como si estuviera suspendido en el tiempo y en el espacio. Ese castillo está rodeado de un parque ordenado, cultivado, que reúne, como en un cuadro, las bellezas que el poeta soñaba. Gorriones y escarabajos, lilas, rosas y violetas, glorietas cubiertas de enredaderas, estatuas en medio del follaje, y -Darío lo deja para el final- el estanque con cisnes, en el que aparece «un ideal con vida y forma»: la ninfa. Es un jardín cultural, la naturaleza está domeñada, trabajada. El cisne es el ave heráldica de Darío, que reaparece constantemente en su poesía, ave que «ha sentido en sus plumas la diestra / de la amable y gentil Pompadour» («Blasón» ,P P).
En el interior del castillo, cerca de dos perros de bronce, sentados a una mesa de cristal, seis amigos que beben y hablan «con el entusiasmo de artistas de buena pasta, tras una buena comida». Entre los amigos hay un sabio que es quien legitima con sus conocimientos y su prestigio de futuro miembro del instituto, la existencia de sátiros, centauros y ninfas. Una sola mujer, Lesbia, que hace recordar a Safo, originaria de la isla de Lesbos y a quien se relaciona con el misterio, la sensualidad, el arte, la belleza y la libertad en sus costumbres. Lesbia es la mujer hermosa y sensual que confunde al poeta con su risa argentina. Darío le dice «nuestra Aspasia», haciendo referencia a la cortesana griega que fue mujer de Pericles y que reunía habitualmente en su casa a los artistas y filósofos de la época. Es una sola mujer pero el poeta concentra en ella cualidades de mujeres diversas, pero no sólo eso, se deja entrever que ella es la ninfa -el mito- que ve el poeta.
También en «El pájaro azul» (Azul…) Darío recrea París. Pero en este caso es el París público, el de la calle. Lo define como un teatro, un lugar en el que se representan diversos papeles, que son ficticios, pero en los que se cree mientras dura la representación. En este caso los artistas se reúnen en el café. Garcín camina por el bulevar, ve pasar los carruajes, mira los escaparates. No llega a constituir un «flaneur» que hace del bulevar su vivienda y que busca en la calle las respuestas o tema para sus obras, es alguien que pasa simplemente, sin ver más que su propia obsesión.
En la poesía «De invierno» (Azul…) [5] se evoca un ambiente hogareño. Aquí, Darío concentra ornamentaciones exóticas (chinerías, japonerías) en un espacio reducido. Es un ambiente que puede situarse en cualquier lugar, sin embargo, se lo ubica en París, porque París es el sitio en el que Darío ubica todo aquello que signifique excelencia.
Prosas profanas realiza más que otros libros el país refinado y elegante, del lujo y del derroche de imágenes, de la voluptuosidad, que Rubén erige para su poesía. Versalles es el palacio donde se libera la necesidad del lujo, del dispendio, de la despreocupación. Es el palacio de bellas mujeres que viven para ser bellas, en el que se juega al amor en el medio de la elegancia y la riqueza. París es el lugar de su querida, es decir, es la zona del placer, de la literatura que capta y traduce la armonía del universo y realiza el reino interior del poeta, es el espacio donde se rompe con lo legítimo, con la tradición y se origina lo nuevo.
«Era un aire suave…» reúne el lugar y la época, Versalles y el siglo XVIII. Es noche de fiesta. El aire es suave y voluptuoso, hay música y suspiros. Lujo en el vestido y en la decoración. Una dama que ríe y juega con sus enamorados pero que ama a un poeta.
De cualquier modo no podemos hacer una adscripción directa a ese tiempo y lugar. El mismo poeta tiene dudas y las expresa en el poema: » ¿Fue acaso en el tiempo del rey Luis de Francia?…»Yo el tiempo y el día y el país ignoro,» . El mismo juego que hace con los tiempos verbales sugiere la indefinición del tiempo, primero el pretérito imperfecto sugiriendo un «todavía». Luego el presente para las descripciones y el futuro para dar idea de continuidad. Retoma el presente en la última estrofa, pero se trata de un presente que es un recorte de lo eterno, no un presente fugaz.
Es en este poema en el que los críticos ven más claramente la creación en segundo grado, el poema cultural. Se lo asocia con el Verlaine de las Fiestas Galantes, con Watteau, con los hermanos Goncourt. Hay reminiscencias del siglo XVIII francés y el poema parece un recorte, un cuadro, especialmente armado para la ocasión. Las imágenes sugerentes arrastran al lector a ver el ambiente, tocar las sedas, oir la música, oler las flores.
En «Divagación», Darío recrea un ambiente similar. El mismo título sugiere un ir y venir, un permanecer yendo. Comienza haciendo una invitación para un recorrido amoroso. No es un canto a las fiestas palaciegas sin embargo, es un canto al amor y es una declaración de amor a Francia. Mientras que la tradición clásica es más digna de amor cuando ha pasado por el tamiz francés y el genio francés es más que el genio helénico, el amor no se detiene en fronteras, se confunde con todas las cosas, se universaliza.
Creo que éste es el poema que mejor refleja París y Versalles como creación poética. Puede verse como va creando un París ideal donde «reinan el Amor y el Genio». Sabemos que muchos versos partieron de una ilustración de la Mythologie dans l’art ancien et moderne de Rene Menard, que bajorrelieves y pintura de vasos sugirieron otros versos y la observación minuciosa de colecciones de arte impulsaron otros: es arte que tiene como referencia el arte.
Así fue armando Darío su país, con colecciones de arte, con lecturas, especialmente francesas. Por eso es que su visión de oriente es la visión francesa, sacada de Judith Gautier, los Goncourt y de Pierre Loti y hasta su visión de España es la versión francesa, la de Gautier.
Cantos de vida y esperanza aparece en 1905. Para ese entonces Darío, en el poema apertural del libro, hablaba de un pasado en el que fue «… muy siglo diez y ocho y muy antiguo/ y muy moderno; audaz, cosmopolita», refiriéndose a la imagen poética creada con Azul… y con Prosas profanas.
El poeta quiere dar un viraje en su imagen, salir de Versalles y París, cambiar de paisaje en busca de aire y de cielo. Lo cierto es que no estaba sujeto a una época de manera tan directa como él declara, sus paisajes, por ser culturales y producto de un constante diálogo con el arte, están compuestos por una red de épocas y de lugares.
En conclusión, París y Versalles en Darío son el producto de una hipercodificación, se trata de construcciones en segundo grado, que se apoyan en códigos previos, lingüísticos, pictóricos, musicales, etc. Los referentes no son el París y el Versalles históricos, sino las recreaciones artísticas de esos lugares, que son pasados luego, por el segundo tamiz de su poesía. No se alejó a un país que prometía tanto como descomprometía -la torre de marfil se sustenta en firmes columnas de época- al contrario, respondió a un medio y a un tiempo determinados.
Bibliografía básica
Darío, Rubén, Azul…, México, Editores mexicanos unidos, 1985.
Darío, Rubén, Prosas profanas, Buenos Aires, Sociedad Editora Latinoamericana, 1947.
Darío, Rubén, Cantos de Vida y Esperanza, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1980.
Bibliografía general
Anderson Imbert, Enrique, La originalidad de Rubén Darío, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1967.
Benjamin, Walter, Poesía y capitalismo, Iluminaciones II, Madrid, Taurus, 1980.
Díaz Plaja, Guillermo, La literatura universal, Barcelona, Danae, 1974.
Eco, Umberto, Cómo se hace una tesis, Barcelona, Gedisa, 1977.
Henríquez Ureña, Max, Breve historia del modernismo, México, Fondo de Cultura Económica, 1978.
Marasso, Arturo, Rubén Darío y su creación poética, Buenos Aires, Kapelusz, 1954.
Rama, Ángel, La ciudad letrada, Montevideo, Comisión Nacional pro Fundación Ángel Rama,s.d.
Sartre, Jean Paul, ¿Qué es la literatura?, Situations II, Buenos Aires, Losada, 1976.
Seignobos, Charles y otro, Historia Universal, Buenos Aires, Editorial Juan Carlos Granda, 1976, Tomos 4 y 5.
[1]Rubén Darío, «A Roosevelt» Cantos de vida y esperanza, los cisnes y otros poemas, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1980, p 23. (Las citas y menciones posteriores pertenecen a esta edición).
Los Cantos… se publican por primera vez en Madrid en 1905.
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