Amanda fue luz y noche
No es que quiera crear un golpe de efecto. No.
Lo que ocurrió, ocurrió y fue así como lo cuento, palabras más, palabras menos.
Cuando Amanda fue llamada a su última morada, la ciudad –esfera de oro y plata con siete puertas de entrada- atolondrada, se iluminó, para vergüenza de los justos, hasta los últimos rincones, arrancando destellos blancos del peltre y ráfagas amarillas del oro. Y, abruptamente, sin poder soportar verse con tanta nitidez, se tiñó de negro profundo.
Pero, mejor pongamos orden en la narración o vayamos por partes, como dijo Jack y siempre dice Mariano. Es molesto con sus dichos Mariano, aunque él cree que causa gracia. No entiendo cómo no se da cuenta de que es el único que se ríe o, si no, el primero y los demás esbozan una sonrisa de cortesía, de esas que quedan enganchadas entre los dientes parece, porque salen hechas jirones. Siempre tengo dudas, nunca me acuerdo de si jirones se escribe con jota o con ge; debe de ser con jota, porque desapareció la línea roja, la que aparece debajo de la palabra mal escrita en el Word. Yo ni lo pienso, voy probando, al tun tun, no a escribir bien como sostiene alguien que anda por ahí, voy probando, digo, a hacer desaparecer la línea roja. Con la verde es más complicado porque… bueno… no sé bien por qué, pero cualquiera sabe que se complica.
Pero les estaba contando de Amanda, Amanda Martínez Gómez, con dos apellidos. No porque perteneciera a una familia de esas de dos apellidos, no, porque la madre era medio feminista, algo así y se empeñó en que la bebé debía llevar su apellido también, porque la madre tiene derechos, al fin y al cabo es quien los pare, dijo. Digo medio feminista no más, porque el viejo Martínez le daba para todos los gustos: en el verano se le veían marcas de dedos en los brazos, moradas algunas, otras amarillas, con unos destellitos – diría bellos – de colores novedosos que reverberaban al sol.
Amanda vivía en el sector denominado Villarrica, para desviar la mirada de villa pobre. Así se construye hegemonía, diría Antoñito. Ah, no les había dicho, detrás de esas brillantes murallas circulares se oían voces fuertes, voces débiles, voces silenciosas y, cuando no, voces silenciadas. Claro, en rigor de verdad, estas últimas no se oían, pero es una forma de decir.
La cosa es que Amanda se cansó un día. Dicen que dijo:
_Estoy cansada, cansada, cansada…
El viejo le preguntó:
_ ¿Se puede saber de qué mierda estás cansada, vos?
Amanda lo miró con unos ojos… más propiamente, con una mirada… de esas que dicen que te taladran y te resbalan, las dos cosas juntas, aunque parezca un oxímoron, que con lo rara que es la palabra dice mucho, porque en la vida diaria está juntándose siempre lo injuntable, algo así, se juntan las cosas digo, las que no deberían juntarse ni en broma, pero se juntan igual.
La cosa es que la Amanda se dirigió corriendo a la central hidroeléctrica de agua fluyente, ubicada en el sector sur del sur de la esfera. Observó la característica señal de peligro, dio media vuelta y, tranquilamente, caminó hacia la primera torre que sostenía los cables de alta tensión. No me pregunten cómo, pero comenzó a subir y a subir: dicen –aunque nadie, en puridad, puede atestiguar que sus ojos la vieron- que no llegó a tocar los cables; que fueron los propios cables que se estiraron en arco para apurar el encuentro de fuego: y entonces fue todo luz hiriente y luego densa oscuridad ubicua.
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