El derecho de las mujeres a nombrarse
En el momento en que las mujeres empezamos a pensarnos, nos damos cuenta de que la Historia nos provee de una injusta matriz de representación de los hombres y mujeres: el hombre como sujeto transformador del mundo, que se realiza en el hacer y la mujer como un recipiente de los hijos, sentimental e intuitiva, como un ente pasivo de las consecuencias del pensar y del hacer del varón.
Entre la conceptualización de la amazona –cuya autonomía invierte las reglas de juego patriarcales- y la de la Virgen –representación máxima de la pureza femenina en el orden patriarcal- se extienden, según Lucía Guerra (Debate feminista, 1994) las imágenes culturales representativas de la mujer que, partiendo de la mirada hegemónica masculina, se han auto-presentado como verdaderas. En estas imágenes la mujer deviene en un objeto creado para la mirada masculina, en oposición a la masculinidad, propia del sujeto. El Yo femenino se mutila en una imagen estática de la maternidad, producida desde afuera de nosotras, que nos muestra y nos ubica y nos conforma.
Gracias a los aportes feministas, los estudios de género nos han permitido poner en relieve la desigualdad entre hombres y mujeres en el acceso y disfrute de los bienes simbólicos. La palabra “género” se deriva del verbo latino generare (engendrar) y del prefijo gener (raza, clase), por lo que hay un entrecruzamiento, desde el inicio, entre las dimensiones sexual del engendramiento, con la taxonomía, la identificación y la clasificación, la delimitación y la atribución de propiedades definitorias. Según Nelly Richard:
El género designa lo clasificado (“hombre“ o “mujer”) pero apela, también y sobre todo al sistema general de identidad sexual que organiza tal clasificación con sus funciones normativas y prescriptivas. Al argumentar que “género” es tanto la categoría (“masculino”, “femenino”) como el sistema que organiza la diferencia sexual, el feminismo insiste en el carácter relacional de las identidades de género, que deben, por lo tanto, ser leídas interactivamente”. (Altamirano, 2002. P.95).
Dice la Academia:
La palabra género tiene en español los sentidos generales de ‘conjunto de seres establecido en función de características comunes’ y ‘clase o tipo’: Hemos clasificado sus obras por géneros; Ese género de vida puede ser pernicioso para la salud. En gramática significa ‘propiedad de los sustantivos y de algunos pronombres por la cual se clasifican en masculinos, femeninos y, en algunas lenguas, también en neutros’: El sustantivo ‘mapa’ es de género masculino. Para designar la condición orgánica, biológica, por la cual los seres vivos son masculinos o femeninos, debe emplearse el término sexo: Las personas de sexo femenino adoptaban una conducta diferente. Es decir, las palabras tienen género (y no sexo), mientras que los seres vivos tienen sexo (y no género). En español no existe tradición de uso de la palabra género como sinónimo de sexo.
Pensemos un poquito en la Academia. Comencemos diciendo que fue fundada en 1713 y que muestra la hilacha ya en su emblema, que es un crisol puesto al fuego, con la leyenda Limpia, fija y da esplendor. (Glup!)
Tiene cuarenta y seis académicos de número y sólo cinco son mujeres. Rumores corren de que, allá por 1700 y tantos, se incorporó una mujer como académica honoraria, pero fue a la primera sesión y no apareció más. Recién en 1978 –no hace mucho- los señores académicos consideraron que una mujer podía sentarse en esos sacrosantos sillones, al incorporarse como académica de número Carmen Conde. Ana María Matute llega en 1998, Carmen Iglesias en el 2002, Margarita Salas en el 2003 y Soledad Puértolas el año pasado, en el 2010.
Si esto no es androcentrismo, el androcentrismo dónde está.
La española Amparo Moreno propone hablar de androcentrismo antes que de sexismo, porque ese primer significante se refiere a la asunción de una perspectiva centralista por parte del hombre hecho, los varones que han “asimilado los valores propios de la virilidad y que imponen su hegemonía”, porque se ven a sí mismos como superiores, sobre otras y otros.
Es decir, no es una pelea entre hombres y mujeres. Si situamos el problema en una estructura de poder, tenemos que ver que las posiciones centrales o marginales no dependen de las hormonas, porque el modelo hegemónico es asumido por hombres y mujeres y los relegados a los márgenes son también hombres y mujeres, y que la frontera es la cosmovisión del hombre hecho. Aclara Moreno:
En griego ANER -DROS hace referencia al ser de sexo masculino, al hombre, por oposición a la mujer y por oposición a los dioses: al hombre de una determinada edad (que no es niño, ni adolescente, ni anciano), de un determinado estatus (marido) y de unas determinadas cualidades (honor, valentía…) viriles. En sentido estricto es el hombre hecho que forma parte del ejército. Es decir, no se trata de cualquier ser humano de sexo masculino, sino del que ha asimilado un conjunto de valores viriles, en el sentido latino en que se habla del VIR” (p.22).
Esta conceptualización diferencia lo masculino en general, de una forma de concebir lo masculino en términos políticos, el hombre hecho como patrón para medir la realidad. El androcentrismo implica un “situarse en el centro, que genera una perspectiva centralista”, es decir, es una perspectiva y es, también un hacer, un modelo de comportamiento, que de suyo se descalifica:
“La ausencia de la mitad de la especie es el gran lastre y la gran descalificación del discurso presuntamente representativo de la especie humana construida y ajustada consigo misma como un todo en la forma de autoconciencia: el AUTOS que debe tomar conciencia filosófica de sí mismo es un AUTOS que proclama unilateralmente su protagonismo y arroja a la otra parte de la especie del lado de la opacidad” (Celia Amorós, citada por Amparo Moreno, p 25).
En otras palabras, mientras que hablar de sexismo implica analizar las relaciones entre los sexos, hablar de androcentrismo implica interrogarse sobre el “proceso de asimilación del modelo de comportamiento viril hegemónico, modelo que en la actualidad apela ya no sólo a los hombres, sino también a las mujeres”.
Asimismo, para acercarnos un poco más al lenguaje que es el tema en cuestión, podemos recurrir –con cautela- a las propuestas de la lingüista búlgara Julia Kristeva, quien –inspirada en Lacan y en el generativismo- sentó las bases para una nueva ciencia, el semanálisis, cuyo objeto de estudio es el origen del sentido de una práctica significante. Para desarrollar su cometido, acuña dos conceptos, el feno-texto y el geno-texto. El primero, hace referencia a la superficie de un texto y el otro, a la estructura profunda donde se genera la obra.
En su tesis doctoral La Revolución del lenguaje poético (1974), realiza esta propuesta al hablar de lo semiótico. Se trata de un compuesto de biología y sentido vinculado con lo femenino, que persiste como fuerza regeneradora, subyacente al orden simbólico masculino imperante.
Puesto que lo semiótico se origina en una fase preedípica anterior al lenguaje, el acceso a éste implica, precisamente, su represión; es decir, con el lenguaje mismo se asume el orden simbólico patriarcal y se teje, por lo tanto, el ocultamiento de la palabra femenina, por lo que es necesario una verdadera deconstrucción del discurso patriarcal hegemónico para permitir la emergencia del discurso de la mujer, velado por la norma y la lógica.
En sentido parecido, Lucía Guerra en el artículo ya citado, asevera:
El predominio hegemónico de imágenes creadas por los hombres, sin embargo, nos conduce a nosotras, las mujeres, a observar diversos centros de nuestro Yo que no corresponden a la experiencia de nuestro propio Yo (…). Los nuevos planteamientos feministas proponen que la mujer creadora se salga de las imágenes encuadradas por la cultura falogocéntrica y realice la representación desde los bordes e intersticios de dicho cuadro. De esta manera, se produciría un proceso de constante renegociación, que haría dinámico un sistema hegemónico que, en el caso del grupo subordinado de la mujer, ha funcionado en un ámbito cerrado.
Las lenguas vivas cambian, se renuevan en consonancia con los cambios del mundo y de las visiones de mundo. No desconocemos que “las palabras tienen género, no sexo”, que la palabra “luna” es femenina y eso no tiene nada que ver con el sexo y que hay palabras genéricas como “gente”, “multitud” que son representativas de los dos géneros. Pero tampoco tenemos que olvidar que, cuando hacemos referencia a mujeres y hombres, el género gramatical generalmente coincide con el sexo: profesora/profesor; vecinas/vecinos, etc., por lo cual hablar de “profesores” cuando están presentes “profesoras” es un mecanismo de invisibilización de las mujeres y conviene que, por lo menos, levantemos la manita para decir que estamos ahí. No se trata de atentar contra la tan mentada economía del lenguaje, por cuanto no hay una duplicación de lo mismo, sino el reconocimiento de dos (o más). Si hablamos de árboles y aclaramos que uno es un pino y el otro un naranjo, no estamos duplicando, estamos dándole entidad –nombrando- al pino y al naranjo. Podemos decir árboles para incluirlos a los dos, pero no sería justo para el naranjo pretender que está incluido en pino (creo, andá a saber, capaz que el naranjo está contento con que sólo el pino ponga la cara, nunca se sabe, ¿viste?).
Hacerse visible es una posibilidad de quebrar o trizar o, al menos, empañar, el espejo que nos devuelve a las mujeres una imagen deformada de nosotras mismas. Es necesario tomar conciencia de la exterioridad de esa imagen, que nos muestra enunciado antes que sujeto de enunciación. Tomar conciencia de la invisibilidad de la mujer en el lenguaje cotidiano, en principio, es un camino de perfeccionamiento de lo propio. Tenemos derecho a cuestionar las grandes verdades de una Historia que se ha construido dejando en las sombras a la mitad de la humanidad. (Tampoco la pavada… la arroba no es un signo lingüístico y en un buen escrito se evitan las repeticiones innecesarias).
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